El fin de semana pasado nos fuimos a la Bretaña, como solemos hacer muy a menudo. Y es que de todas formas, somos unos campeones en eso de pasar de un departamento (província) a otro. El triángulo Loire-Atlantique-Morbihan-Ile-et-Vilaine nos lo sabemos de memoria. Vivimos en el norte de Nantes y como los amigos y familia están repartidos por ahí, pues, eso, carretera y manta.
Después de unos vasitos de sidra (esa bebida tan bretona) el sábado por la noche, nos levantamos el domingo bajo un cielo completamente gris (¡bienvenidos a la Bretaña!). La Princesita se había ido ya de paseo con su mamie, por lo que decidimos hacer una salida muy «francesa» : irnos de «brocante», o sea al mercadillo de antigüedades. Los hay a tutiplén. Os lo digo yo que me lo miro todo con ojos de extranjera-casi-francesa. Ir de «brocante» es tan francés como irse de camping, sí, sí, eso os lo conté ya el año pasado.
Después de unos diez minutillos en coche, entramos en esos viejos almacenes que habían pertenecido a una antigua fábrica. Y ahí empiezo yo a ver una de cosas inverosímiles, gente de todas las pintas y un frío que pela que casi me muero de la humedad que subía por mis piernas. Las primeras veces que iba a una «brocante», no me gustaba mucho, como que me aburría, no sabía encontrar nada. Pero ahora parece ser que le empiezo yo a coger el truquillo. Me imagino a los objetos y a los «trastos» en mi casa. ¿Quedaría eso bien? ¿Y eso? Me imagino también la vida de toda esa gente que intenta deshacerse de esas maravillas cosas raras y contemplo a las familias que hacen de la «brocante» su salida dominical con un carro de la compra, así todos en fila india.
Y esta vez, a pesar del frío, conseguí encontrar algo! Un servicio de café de porcelana de Baviera que me llevé por menos de 10 euros…