Vivir con un pie en cada país. Soñar con el aquí y el allí. En Bretaña o en Menorca, amarse mucho, mucho. Y mirar las estrellas como brillan en el mismo cielo para aprender a vivir separados durantes unas semanas. Largos días que en realidad son cortos. Dejarse invadir por una especie de nostalgia, melancolía, añoranza y echar de menos esa persona que amamos, ese papa genial siempre presente.
Nos enamoramos y con nosotros nuestras patrias se amaron, más fuerte aun. Para no olvidar nuestras familias, nuestras costumbres y todas esas cosas de allá de donde uno viene y que nos han forjado y nos han hecho fuertes. Él y yo.
Y ella. Esta Princesita franco-española, bretona-menorquina que se adapta a la velocidad de la luz. Una niñita sonriente y alegre que dice Sí dice Oui. Un bebé viajero que casi tiene la impresión de tener varias habitaciones. Una niña que dice Au revoir papa en la terminal del aeropuerto y que dice Hola papá cuando él baja del barco después de una larga travesía para reencontrarnos.
Y ya está aquí (por fin) y le esperábamos con los brazos abiertos. Hemos disfrutado de esta familia menorquina, de esta isla de aguas turquesas, de este acento del sur, nos adaptamos, vivimos separados durante unas semanas al año para saborear esos bonitos reencuentros. Semanas separados que no hacen más que regar ese amor que crece.
Porque hemos aprendido que una vida en el extranjero también es eso. Una vida y dos países. Una vida bicultural bilingüe plurilingüe. Hemos aprendido a ser una pequeña familia de tres que saborea cada instante ya sea aquí o allí. Somos franceses, somos españoles, somos bretones y somos menorquines.
Y ante todo, somos amor y sí, por fin los tres!