Cuando uno vive lejos de la familia, ese siempre es un tema peliagudo. Tanto da (aunque alguna diferencia sí la hay) que uno haya marchado lejos a otro lugar del mismo país o que viva en el extranjero.
El paso de la vida quiere que cuando nosotros nos hacemos «mayores» nos demos cuenta de que ellos, nuestros padres, «envejecen». ¡Una lógica imparable, vamos! Yo piensa de cada vez más en el tema, ¿vosotros?
Tengo la suerte de tener unos padres todavía jóvenes: mi madre acaba de cumplir 60 (¡hola, mamá!) y mi padre tiene 62. Están bien, siguen trabajando. Están bien pero yo sigo dando vueltas al tema. Porque además soy hija única. Mi preocupación es muy sencilla (o no): ¿cómo me las voy a apañar si un día me necesitan de verdad? ¿Quién va a ocuparse de ellos? Tienen la suerte de vivir rodeados de familia, en la misma calle de la casa familiar, se ven todos los días. Mi preocupación no es entonces para el inmediato pero…
Pero ya siento que a veces «me necesitan». Por una historia de papeles, por el ordenador que titubea, por el smartphone que hace de las suyas, etc. Cuando eso ocurre, me gustaría poderles ayudar pero casi siempre les digo que pregunten a mi primo, a mi tío, a mi prima. Porque yo no puedo, no puedo coger el coche y tragar kilómetros. Tengo que reservar un avión, encontrar una conexión.
Momentos difíciles
Lo de pasar momentos difíciles a distancia, ya sé lo que es y os puedo asegurar que es asqueroso (sí, esa es la palabra). Corría el año 2005 y mi padre me llamó para anunciarme una noticia horrible… el teléfono se me cayó, me quedé de piedra, llorando. Respiré hondo y volví a llamar a mi padre e intenté escucharle tranquilamente. Eso ocurrió cuando yo estaba acabando mi Master II de Traducción, en Madrid y estaba a sólo dos días de marcharme a Bruselas para empezar mis andaduras profesionales. Mientras que toda mi familia estaba reunida en el funeral, yo fui a pasearme (perderme) sola por el Palacio Real, callejeé sin rumbo ni destino. Simplemente pensaba en la tragedia, escondida detrás de mis gafas de sol. Tenía 26 años.
Y luego el tiempo pasa y la vida (re)toma su curso. Y ahora soy diez años mayor.
La distancia, siempre la distancia
Esta experiencia (y otras) me han mostrado las fuerzas y las flaquezas de la vida. Esta experiencia (y otras) me han recordado que la distancia casi siempre ha formado y formará (pienso) parte de mi vida. ¡Escritos y escritos que tengo sobre el tema!… pero ¿sabéis qué? pienso que la distancia es el resultado mismo del baile de la vida!
¡Y visto que baile hay, distancia habrá!
Y si bien no sé aún cómo lo voy a hacer si mis padres me necesitan realmente, intento encontrar trucos y maneras para hacer frente a esa distancia. Por otra parte, creo que debemos ser muchos los que quisiéramos descubrir trucos y maneras puesto que los esquemas sociales actuales dibujan un mundo en el que la movilidad es la reina, ahora más que nunca.