Tu y yo decidimos, un día, formar un gran equipo. En realidad fui yo quien lo decidió.
Cuando tu estabas aun en mi vientre, te hablé en mi lengua, muy bajito para no molestarte ni hacerte daño porque eras tan pequeña que no paraban de decirme que fuera con cuidado. Y tenía miedo. Siempre me acordaré de la primera vez en que te lo dije: “no te preocupes, cariñito mío, tu y yo somos fuertes, formamos un gran equipo”. Fue en uno de nuestros muchos baños espumosos, ese ritual del atardecer que duró nueve meses. Y todavía hoy, a tus tres años y medio (aunque tu a veces te empeñes en decir que tienes cinco), te lo repito, me lo repito.
Un gran equipo para sonreír. Un gran equipo para apoyarse y ayudarse. Avanzamos juntas, mi niña. Con él, claro está, con el mejor de los coachs deportivos. Porque como ya sabes, un equipo no funciona sin un buen entrenador, con energía y fuerza, con ganas e ímpetu, un entrenador que sabe conducir por el camino que toca.
Y tu eres única, tu eres mi única, mi hija. Y como si de una transmisión tácita se tratara, yo sé que te estás ya convirtiendo en mi compañera, en mi amiga. Atravesamos horas y horas juntas. Muchas. Y te hablo, te explico, te charlo sobre la vida y tu me escuchas y me respondes, con pertinencia, muchas veces. Y tu precisión me asombra, tus bonitas palabras, tus eres guapa mamá, tus te quiero mamá, tus eres guapo papá.
Un gran equipo. De madre a hija. De madre a hija. Me veo en mi madre, te veo en mí. Una hija. Una amiga. Única.
Porque es ahora a tus tres años y medio que me siento madre. Madre de verdad.