Nos gusta jugar juntos, formar un buen equipo… pero sabemos de antemano que vamos a perder. Así es como podría resumir una noche de fiesta cualquiera entre amigos, cuando alguien tiene la magnífica idea de proponer un juego, tipo acertar la música o el programa de televisión de hace unos 25 o 30 años (ese tipo de juegos se llevan mucho en Francia). A menudo, es con esos pequeños detalles, entre risas y copas de vino, que lo que es ya evidente se vuelve aun más evidente: ¡vivo en el país de mi marido!
Y no todo es siempre normal-fácil-sencillo… De tanto hablar de expatriados y de vida en el extranjero, me he dado cuenta de que no es lo mismo «venga cariño, nos vamos a vivir a otra parte» que el «vine sola me quedé encontré el amor y ahora vivo en el país de mi marido». ¿Me pilláis?
Vivir en el extranjero en el país del marido, significa:
– Desconocer su infancia ;
– Sentirse completamente perdida (y un poco sola también) cuando se hacen referencias culturales;
– A veces, tener que luchar un poquito con el fin de conservar aspectos que para nosotras son más que normales (por favor señores y señoras de las administraciones y de los bancos, dejad de cambiarme a todo precio mi apellido, además, sí, sí, yo tengo dos y sepáis que en vuestro país eso del nombre marital no es más que una costumbre y que ninguna ley lo obliga – alayalohedicho);
– En las reuniones en casa de la familia política, reír a veces por cosas que ni entiendes y sentirte un poco «tonta» o sino, hacerse la loca…;
– Poner cara de circunstancias cuando gente se pone a hablar (contigo) de los extranjeros (sí, sí, eso ocurre, será que hablo tan bien francés que se olvidan que no lo soy);
– (…)
Y si tienes niños:
– Llevar completamente sola el legado de toda una cultura y un idioma;
– Descubrir un sistema de educación que te es totalmente ajeno y que es más que evidente para tu marido-suegra-amiga-vecina (y tener que apañártelas así);
– Dar a entender al pediatra que tanto da si tu bebé introduce primero en la alimentación la fruta o la verdura;
– Poner cara de qué-me-está-usted-contando? cuando alguien te pregunta si tu hija puede comunicar y se entiende con los abuelos maternos;
– Redoblar esfuerzos en tu papel de mamá, no sé muy bien porqué pero como si ese deber de transmisión en solitario se convirtiera en un asunto de vida o muerte;
– Contestar muy amablemente a ciertas personas que si a ellos les «da asco» la papillita de leche con ColaCao y galletas María que doy a mi hija, pues bien, a mi también puede haber suculentos platos de aquí que no me agradan nada y me lo callo (sí, eso es verídico) ;
– (…)
Pero sobre todo es…
… comunicar mucho mucho con su marido y explicarse las diferencias culturales, de costumbres, de maneras de hacer y de saber vivir. Es pararse en casi cada gesto, mirarse, sonreír, amarse y saber porqué estamos aquí!
Pero yo pienso tener mucha suerte, pienso conocer bastante-muy bien este país que tan bien me ha acogido (y yo a él!). Este artículo, un poco exagerado (o no) lo escribí pensando especialmente en esas mujeres que llegan a cualquier país por amor, que conocen muy poco acerca de la cultura y que, a pesar de todo eso y aunque no siempre sea fácil, ponen buena cara. Pienso también en todas esas mujeres que balbucean en la lengua extranjera, para quienes ir al médico por una tontería se convierte en un asunto de estado, para quienes parir resulta un calvario porque entienden mal el idioma que hablan los médicos. Pienso en todas esas mujeres fuertes y que aman 200 en una escala de 100. >>En mi caso pienso que no me las apaño nada mal. Conozco el país desde mis 15 años, tengo estudios y títulos franceses, estudié la cultura, la civilización, la música y la lengua. Me enamoré y bailé con Francis Cabrel y Julien Clerc, hice bailes bretones, volví a casa de mis padres, un verano con 16 años con las recetas de la ratatouille y del far bretón, conozco la Educación Nacional e INCLUSO, tuve el honor de tocar La Marsellesa un 11 de noviembre con la orquestra de Lorient.